Justo el fin de semana en que Santiago es sede de Lollapalooza, uno de los festivales más importantes del planeta y que eligió la capital de Chile para ser la primera ciudad fuera  de Norteamérica donde debutar; justo cuando el Producto Interno Bruto sube como espuma, aumenta el empleo y hasta se empiezan a discutir temas propios de un país más cerca del desarrollo, justo ahora siento que al mismo tiempo que avanzamos, retrocedemos dos pasos por cada uno que damos hacia adelante.

Estoy desilusionado, desencantado y molesto del chanterío que se ve en tantas áreas de la vida pública y privada. Me agrede saber que nuestro sistema judicial se ve obligado a reabrir una causa sólo después de que el propio Vaticano decide hacer justicia. Me desilusiona ver la manera en que nos comportamos en la calle: el conductor no respeta los pasos peatonales, el ciclista es pasado a llevar por los autos pero también pasa a llevar a los peatones en las veredas, y las personas de a pié cruzan donde no deben, paran taxis justo donde pueden producir un taco y atraviesan los pasos peatonales lo más lento posible, demostrando al mismo tiempo resentimiento e ignorancia. Se nos sale lo rasca, lo diminutos y lo acomplejados a cada rato.

Cómo se explica que se puedan construir tantos edificios y centros comerciales sin que a los inversionistas detrás de esos proyectos les importe en lo más mínimo lo que pase con el barrio donde se instalan: ni los tacos que producen, ni las veredas estrechas que apenas permiten caminar a la gente. Da rabia. E impotencia. Especialmente cuando queda la sensación de que el estado no hace la pega fiscalizadora y que uno, como ciudadano cualquiera, queda indefenso ante cualquier eventualidad. Sentí el chanterío la semana pasada, en el recital de U2: había miles de personas en cancha, apretadas como sardinas, y las vías de  escape estaban completamente colapsadas. Bastaba un terremoto chico o un accidente menor para que el pánico se hubiese convertido en fatalidad.

Y, ojo, en Chile muchas veces  pagamos las entradas más caras del mundo. Y la gente no reclama. Y sale del estadio y bota basura en la calle. Y sacan a pasear a su perro, y aunque muchas veces hay expendedores de bolsas plásticas, no limpian los excrementos de sus mascotas. Y no se ponen cinturón cuando manejan o van de copiloto o en el asiento de atrás. Y mandan a sus hijos al colegio en  furgones donde a sus hijos no les ponen  cinturón. Y, mientas esperan el metro, resisten un calor insoportable mezclado con el volumen de unos televisores que bombardean con sus decibeles.  Y después ven a sus autoridades convertidas en nerviosas quinceañeras al momento de enfrentar al presidente de una nación más poderosa, incluido un alcalde que corre para entregar las llaves de la misma ciudad que tiene una cápsula bicentenario enterrada desde septiembre pasado, la que contiene entre otras cosas un dulce Media Hora, un Chancho Juanito y un colaless.

Este es el país donde a los operarios los encierran con cadena en sus trabajos durante la noche, la tierra donde las PYME´s contratan 19 mujeres máximo para no tener que pagar una sala cuna, el lugar donde tantos se hacen el loco con la imposición de sus nanas y la nación en la cual no pagar el Transantiago es taquilla.

Ayer vi como una señora mayor se caía y se hería en plena calle Apoquindo, por culpa de un adoquín mal puesto en plena vereda. No le importó al maestro que lo hizo, ni a sus capataces, ni a la Municipalidad. Seguro que la señora no reclamó ni demandó. Nos falta ñeque para exigir derechos, fuerza de voluntad para llorar hasta mamar, coraje para parar los abusos. Como el abuso de ofrecer una educación en que la gente cree que no es analfabeta porque sabe leer, pero no entiende lo que lee. O la verguenza de cobrar fortunas por carreras que jamás darán la posibilidad de un trabajo digno, sin que haya una autoridad velando por los intereses de los ciudadanos que hipotecan sus vidas para pagar esas mentiras. Nos falta mucho. Demasiado. Hay kilos de chantería dando vuelta. Nos reímos de nuestros vecinos pero muchas veces somos nosotros los más bananeros, los peores de la cuadra, los hipócritas maleducados  a los que nos queda rato por aprender.

Por Rodrigo Guendelman

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