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Criar sin Culpa.

Tengo una amiga que vive hace 15 años fuera de Chile. Se casó en Estados Unidos, sus hijos han sido criados allá e, inevitablemente, por chilena que sea, su forma de educarlos es algo distinta a la que tenemos por estos lados.

El mejor ejemplo ocurrió una vez que, estando de visita en la ciudad donde vivía en ese momento (cambiarse de ciudad en forma relativamente habitual también es parte de las diferencias entre un gringo y un sudamericano), fuimos con su marido y su hijo de cinco años a un museo. Claramente, no era el lugar más atractivo para un niño. Pero mi amiga lo definió así: “Es él quien nos acompaña a los adultos a hacer lo que a nosotros nos gusta, de otra manera mis fines de semana serían 48 horas de actividad infantil y me volvería loca”.

Por supuesto que en algún momento del wikén había concesiones para el primogénito, ya sea una ida a algunos juegos o una película de monos animados, pero el foco de la atención no estaba puesto única y exclusivamente en el retoño, como tanto sucede por estos lados.

Lo que vi en ese viaje era una incipiente tendencia entre las mujeres estadounidenses que hoy ya es furor. Todo gracias a una periodista llamada Pamela Druckerman, corresponsal en París del Wall Street Journal y madre de tres hijos, quien después de vivir un tiempo en Francia y notar la inmensa diferencia en la forma de criar niños que había en ese país, escribió Bringing up bébé: one american mother discovers the wisdom of french parenting (“Criando a un bebé: una madre estadounidense descubre la sabiduría de los padres franceses”).

La tesis de este libro multiventas, publicado el año pasado y traducido a 20 idiomas, es la siguiente: si los niños franceses comen como grandes cuando van a un restorán y en la casa prueban todo tipo de comidas sin quejarse, si juegan en la plaza sin molestar cada 30 segundos a sus padres, que de esa manera pueden conversar tranquilamente con otro adulto o leer el diario, si se van a dormir cuando llega la hora y despiertan al día siguiente, si entienden que la témpera es para pintar en una hoja y no las paredes de la casa, si así de agrandado y maduro es el niño promedio francés, es porque son ellos los que se adaptan al mundo adulto, a la rutina de sus padres y no al revés.

Los padres franceses no parten su “hora de adultos” después de que acuestan a sus hijos, cuando lo único que queda por hacer es dormir de tanto agotamiento.

Es más, Druckerman explica que para los franceses el tiempo de los adultos no es un privilegio, algo ocasional, sino que una necesidad humana básica. Motivan a los niños a jugar solos, no hipotecan su vida social y, mejor aún, hacen todo esto sin culpa.

He ahí un factor fundamental. Los padres chilenos vivimos con una tremenda culpa de no estar suficiente tiempo con nuestros hijos. Sentimos que la calidad de las horas que pasamos con ellos en la semana no basta y que la falta de cantidad debemos compensarla con regalos, permisividad frente a malas conductas (“no lo vi en todo el día, ¿cómo lo voy a andar retando?”) y con fines de semana llenos de Mampato, cine 3D, cabritas, disfraces de superhéroes comprados en el mall, cajita feliz, completos y papas fritas. Me he propuesto, desde hace un tiempo, lograr un punto de equilibrio entre la mamonería criolla y la adultez parisina. De la siguiente manera.

Los fines de semana, el sábado especialmente, dividimos el día entre actividades que nos interesan a mi mujer y a mí, pero que creemos que pueden ser igualmente estimulantes para nuestros hijos (aunque les entre por osmosis); y actividades para los niños que creemos que pueden ser estimulantes para sus padres. O sea, para nosotros. Así, por ejemplo, vamos a ver una exposición al MAC y luego vamos a los juegos de la Plaza Brasil, esos que hizo la artista Federica Matta. O paseamos por el centro de Santiago y después vamos al Parque Bicentenario de la Infancia, esa maravilla que está en la comuna de Recoleta. O damos una vuelta por Patronato y después terminamos en el MIM (Museo Interactivo Mirador). O vamos a andar en bote a la Quinta Normal, luego jugamos a conocer el arte en formato de niños en el Museo Artequín y finalizamos el día viendo una exposición en el Museo de la Memoria.

Hasta ahora nos ha ido bien. Los niños quedan contentos, los más viejos quedamos contentos, el fin de semana huele simultáneamente a placer y a familia, no hay huellas de culpa y, sin darnos cuenta, estamos criando. ¡Vive la France!

Por Rodrigo Guendelman

www.guendelman.cl