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Rodrigo Guendelman: “La clave de la vida es demorarse”

La frase que le da título a esta columna es de Gonzalo Rojas, gran escritor chileno y un hombre que vivió casi un siglo. Se la escuché a su hijo, Gonzalo Rojas-May, en una conferencia.

Me hace mucho sentido, especialmente hoy, pues acabo de entrevistar a Abraham Schapira, un arquitecto chileno de 92 años, una verdadera eminencia por su trabajo académico, editorial y práctico. Un tipo que en la vida hizo mucho más que la gran mayoría de sus colegas, que hoy cosecha la fama de la integridad y que se toma el tiempo que dan los nueve dígitos para contestar cada pregunta. Una lección de sabiduría y humildad. Como la que tengo cada vez que me junto con mi abuela Alegre, también de noventa y tantos años, maravillosa mujer que sabe escuchar como pocos y que a su edad ya perdió todo apuro por la mayoría de las idioteces a que los más jóvenes nos desvelan.

“Amar rápido, cambiar el auto rápido, todo tiene que ver con la meta. Y el camino no importa. Ni los procesos. Y eso es justamente lo más importante”, decía Rojas-May. Podríamos sumar al listado varias costumbres actuales, como cambiar de marido o de señora, cambiar de amigos según el colegio al que van los hijos, cambiar el barrio por uno más aspiracional, cambiar el ipad 8.0 por el 8.1 aunque el anterior esté perfecto. Creo que tanto cambio es el reflejo del miedo. Del pavor a quedarse solo con uno mismo y encontrarse y no reconocerse.

Hay que admitirlo: no es fácil enfrentar esos momentos, escasos para quienes vivimos alejados de la meditación y la contemplación, en que nos topamos con nosotros mismos y no tenemos la mínima idea de qué hacer. Tendemos a escapar, a bypassearnos, a cambiar el foco rápidamente. No sabemos bajar la velocidad. Y no queremos tener tiempo. Es como el síndrome del nido vacío pero en versión individual. ¿Tengo alguna idea de quién carajos soy? ¿Me atrevo a mirarme al espejo y hablarme? ¿Me conozco? Poco. O nada. Imposible a la velocidad a la que vivimos. Una velocidad que no es la causa sino que la consecuencia.

Me preocupa el tema, porque entre mis antepasados directos nadie vivió hasta más allá de los sesenta años. Ni mi padre, ni mi abuelo ni mi bisabuelo. Necesito entender cómo se puede bajar la velocidad ahora, a los cuarenta y tantos, porque mi historia me dice que no tendré la posibilidad de disfrutar la contemplación de los ocho o los nueve dígitos. Es una contradicción, ¿no? Estoy apurado por demorarme. Un mal chiste. Lo sé. Pero al menos quiero compartir la interrogante. ¿Cómo se bajan las revoluciones en una sociedad exitista llena de unineuronales que te pasan a 250 kilómetros por la pista derecha de la Costanera Norte? ¿Cómo podemos demorarnos si en todos lados nos amenazan por atrasarnos? Si hasta la palabra atraso está relacionada con ese momento en que tu polola no se “enferma” y te enfrentas al que posiblemente será el condoro de tu vida.

Dormimos apurados, tiramos apurados, criamos apurados y, era que no, estamos llenos de compatriotas que son eyaculadores precoces. ¿Cómo paramos la máquina? Ni siquiera tenemos la riqueza escandinava o la bendición del clima tropical como para relajar la vena. En Chile, el que no se rompe el culo se queda sin pan ni pedazo. ¿Qué se hace? ¿Servirá de algo, como consuelo al menos, hacerse la pregunta?

Por Rodrigo Guendelman

www.guendelman.cl