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Rodrigo Guendelman: “La muerte de la media naranja”. HUBO un tiempo que no fue hermoso, aunque parecía muy romántico. Era el tiempo en que hablar de “la media naranja” era socialmente aceptado y valorado. Es más, se trataba de un concepto idealizado y heredado directamente de los cuentos de Disney. Ellas buscaban un Príncipe Azul, un héroe que las salvara de la mediocridad del mundo sin amor. Al fusionarse en ese estado de gracia elevado a la máxima potencia, la mujer y el hombre formaban una sola unidad, una simbiosis de carne y alma.

Ok, aterricemos.

La realidad es que, antes, las féminas efectivamente competían por un hombre, pues se trataba de sobrevivencia pura. Sin un marido, ellas no tenían destino en ese mundo macho-normativo de antaño. Entonces, visto desde la perspectiva de la Blancanieves que necesitaba el beso para despertar, la pareja era efectivamente una media naranja, es decir, la otra parte necesaria para existir.

“Sin ti, me muero” es la frase que usó en una presentación de hace unos días el sicólogo chileno Edmundo Campusano, frente a una audiencia compuesta sólo por integrantes del sexo femenino. El terapeuta ironizaba con ese mundo preempoderamiento de las chicas, en que de verdad ellas creían que sin un hombre no tendrían vida. No era tan descabellado cuando las mujeres necesitaban a los hombres, pero ya no más. Hoy, gracias a una cancha más pareja y a gente buscando amor antes que financiamiento, la idea de una media naranja parece tan descabellada como peligrosa.

¿Saben lo que significa esa metáfora frutal en estos tiempos? Esto es lo que les he escuchado a decenas de especialistas: baja autoestima, llenar mis vacíos con el otro antes de trabajarlos para llenármelos solito, inseguridad en su peak, tratar de disimular la cojera existencial con un amor ortopédico y, especialmente, pedirle peras al olmo o, dicho de otro modo, esperar que otro me cure las heridas sin antes haberlas desinfectado. Un desastre. Un camino directo al fracaso.

Hoy las mujeres se emparejan y conviven y se casan porque quieren, no porque tienen. Trabajan, ganan plata, deciden cuándo y cómo tener sexo, pueden congelar sus óvulos y esperar hasta los 54 años para ser mamás. Insisto: ya no necesitan. Entonces, eliminada la sobrevivencia como elemento de análisis, hoy lo más parecido a una metáfora posmoderna sería algo así como dos naranjas que, juntas, hacen un extraordinario y vitamínico jugo. Un líquido maravilloso, pero sin el que perfectamente se puede seguir funcionando.

“Sin ti, no soy nada”. “Si tú no estás, me falta el aire”. “Te perdí y no sé si pueda rehacer mi vida”. Todas esas frases hoy suenan añejas, descontextualizadas, bastante patéticas y, especialmente, falsas. Si a los 15 años (algunos antes, otros después, pero básicamente después de la primera desilusión amorosa) aprendemos que uno no se muere de amor, hoy es más claro que nunca que la vida sigue después de un divorcio. O de dos. Aunque las promesas hayan sido eternas. Aunque las epifanías parecían parar la respiración en su momento. Se acabó eso de “mi media naranja”. Que lo más bien sobrevivimos con varios gajos menos. Aunque duela, aunque se sufra un rato.

Pero es un extraordinario síntoma: significa que somos más libres que nunca. Especialmente ustedes, mujeres. Dejar de ser la mitad de la naranja es pura ganancia femenina. Ahora la realización no depende de ser “la señora de” ni “la madre de los hijos de”. Ya no necesitan confundirse en una sola naranja con nosotros para poder tener identidad. Ahora ustedes son, por sí solas, una naranja hecha y derecha, completa, con principio y fin, preciosa, brillante, sabrosa, atractiva, desafiante. Parece pelotudo insistir tanto en la metáfora, pero estoy seguro de que no lo es, pues se trata de un síntoma, de un símbolo del cambio de los tiempos.

Entonces, como todos sabemos que el lenguaje crea realidad, sugiero parar con la tontera y preocuparnos de que nunca más nuestros hijos vuelvan a escuchar la frasecita esa de “la media naranja”. Ni por chiste.

Por Rodrigo Guendelman

www.guendelman.cl