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Rodrigo Guendelman: “Lo que falta es inconciencia”. Patricio Mandiola vive hace casi 10 años en una casa rodante. Lo que antes fue un bus Mercedes Benz de los años 70hoy es su hogar. Está estacionado en la falda del Parque Metropolitano, a un par de metros de Avenida El Cerro. Quizá alguna vez usted ha visto el bus. Está pintado de celeste y hay dibujada una cordillera a lo largo del vehículo. Patricio no paga contribuciones, usa un generador para proveerse de luz, duerme en un saco de dormir sobre una litera y su único bien “valioso” es un computador que le regaló su hijo, pero que no sabe usar ni le interesa.

Lo interesante es que si usted ve a Patricio no habrá nada en su aspecto que refleje esa vida libre y sin ataduras. Su pelo es tan blanco como corto, usa pantalón y camisa, habla como todos los señores chilenos de 65 años (salvo por un pequeño acento argentino, producto de sus más de 30 años vividos en ese país).

¿A qué voy? Es más hippie que todos los que usan dreadlocks(esas trenzas que dan look rastafari), andan en un Escarabajo setentero o fuman sustancias en su pieza mientras suenan los Doors, pero a él no le interesa parecer. El es. Y no necesita el look, el auto ni la banda de sonido. De hecho, la única palabra que le hace sentido es la que usa para definirse. “Soy un inconsciente”, dice.

No la explica, pero uno puede interpretar fácilmente. Hermano del escultor Luis Mandiola Uribe y primo del también escultor -más famoso aún- Sergio Castillo Mandiola, Patricio nació en una familia acomodada. Es un hombre relativamente alto, de ojos claros, de apellidos que abren más puertas de las que cierran, un señor cuya vida pintaba para cualquier cosa, menos vivir en una vieja micro en la falda de un cerro.

Sin embargo, Patricio eligió la vida sin ataduras. La libertad en su estado máximo”

Sin cuentas que pagar, sin apuros, sin deber ser. Imposible menos chileno. Imposible menos hipócrita. Totalmente “inconsciente” para el tipo de vida que llevamos la mayoría de sus compatriotas. Gente aturdida y esclavizada que creemos que calidad de vida es hacer un asadito con la familia un sábado cada 15 días, tener el auto recién lavado por nuestras propias manos o estar pagando durante 30 años la parcela de agrado.

Cuando Patricio quiere más aire, más naturaleza que la que ya posee viviendo en el lugar donde empieza el gigantesco Parque Metropolitano (y de donde nadie lo puede echar, porque una casa rodante puede instalarse donde sea mientras no obstruya el paso), se va a subir el Cerro San Ramón con su hijo. O camina hasta alcanzar otra cumbre. No le tiene miedo al frío, a la noche, a la altura, a los animales salvajes, a la soledad. No le tiene miedo a la vida. La vive con inconciencia y, siendo un hombre de la tercera edad, más se parece al muchacho que tantos quisimos ser, pero que apenas nos atrevimos a degustar, porque la vida no podía ser un juego, porque había que crecer pronto, porque cuidado con perder el tiempo y otros autoengaños parecidos.

Patricio no necesita seguir consejos de revistas para ser feliz, no tiene que aprender que “la vida es ahora” o que “no hay que dejar las cosas importantes para después”. Patricio no necesita que le dé un preinfarto o le pongan un bypass o se le muera alguien cercano para decir: “Chuta, llegó el momento de hacer un cambio de paradigma”.

No es fácil ser como Patricio. Está claro. Pero tampoco es imposible. Por eso me gusta su ejemplo. Porque es extremadamente real y cercano. Porque usted puede ir mañana a conversar con él y comprobar que lo que escribo no es ficción. Porque si bien se trata de un personaje curioso, no es un ermitaño que vive en la punta de cerro. No, es un chileno de carne y hueso que se acuesta y se despierta a media cuadra de la entrada que tiene el Cerro San Cristóbal por Pedro de Valdivia. Un hombre que si bien no tiene casi nada, se viste y se ve prácticamente igual que uno que tiene mucho. No es indigente, no es vagabundo. Es un señor limpiecito y ordenadito. Y eso es muy potente, porque permite que uno pueda compararse, proyectarse y pensar que su vida podría ser mi vida. Claro, si es que uno fuera lo suficientemente inconsciente para ser tan despojado, tan liviano de carga y tan maravillosamente libre como él.