Y empezó la fiesta. Viajes, deudas, alcohol, tortura de animales y harta fonda. Santiago parece un peladero. Todos los que pudieron, arrancaron. Otros empiezan a sobarse las manos por el permiso tácito para emborracharse por cinco días seguidos. Con mucho respeto, debo decir lo siguiente: las fiestas patrias son el mejor espejo de nuestra tendencia maníaco-depresiva.

Somos súper chilenos durante la orgía de días libres y chicha en cacho, pero después sacamos las banderitas del auto y de la casa y de la oficina y las guardamos, bien fondeadas, en la bodega. Bailamos cueca o, en realidad, tratamos de recordar lo que nos enseñaron en el ramo de Educación Física hace mil años, evidentemente hacemos el ridículo, y los otros 360 días del año por suerte volvemos a lo que de verdad nos gusta.

Es decir, cumbia, rancheras, metal, pop coreano o guatéver. ¿Y la chicha? ¿Quién se acuerda de la chicha en marzo, agosto, noviembre o cualquiera de los otros once meses del año? Nadie. En Chile se toma piscola, cubalibre, terremoto, vino, cada vez más champaña (si sé que no se puede decir así por la denominación de origen, pero espumante, espumoso y cava suenan todos demasiado bobos), cerveza, whisky.

¿Pero chicha? Ni en pelea de perros. Para qué hablar de la fonda, también llamada ramada o chingana, donde abunda la rama de eucalipto y el techo de totora. Cada vez más, el empresario fondero que puede se las arregla para evitar el piso de tierra y prioriza la carpa de alta tecnología. Obvio, si la verdadera fonda de hoy, la que consumimos los chilenos, es el Movistar Arena o el Arena Puerto Montt, los casinos (por algo se puso ahí este año la Yein Fonda), los hoteles, las discoteques con harta luz estroboscópica.

Digamos las cosas como son: nadie tiene nostalgia ni melancolía ni saudade del campo. Y vamos ahora a la tradición más terrible que se asocia con el 18 de septiembre: el rodeo. ¿Desde cuándo aplastar vacas contra un muro, muy protegido arriba de un caballo y sin ensuciarse, empezó a ser sinónimo de chilenidad? Seguro que hay una respuesta enciclopédica para esa duda, pero no es el punto.

Me hago la siguiente pregunta, ¿cómo en un mundo cada vez más urbanizado y donde peleamos por los derechos de las minorías y en el cual hay cada vez hay más animalistas y donde a todos nos saca cada vez más ronchas la discriminación, permitimos –perdón, aplaudimos– esta estúpida tortura? Entonces vuelvo al punto originario de esta columna.

El 18 es una fiesta. Sí, pero de negación. De grandes mentiras. Se parece cada vez más a los otros feriados, donde el 90% de la gente ni siquiera se pregunta qué se celebra mientras se toma una piña colada en la playa. Si la chilenidad de septiembre es hacer por cinco minutos las cosas que jamás volvemos a hacer durante el resto del año, mejor cambiemos el argumento: cierto, el Dieciocho es la fiesta patriótica por excelencia, pero por las siguientes razones. Y las enumero, para que no quede duda alguna:

1) Porque marca el peak de nuestra hipocresía 2) Porque nos permite pasear públicamente al bebedor que llevamos adentro sin censura y en un contexto más políticamente correcto  3) Porque al dejar que inocentes animales sean masacrados en un verdadero circo romano, evento por el cual la gente paga su entrada y toma asiento para saborear el espectáculo, dejamos en evidencia que estamos lejos, muy lejos, del desarrollo cultural.

Nos hacemos los serios, nos ufanamos de ser una nación responsable, pero es en las fiestas patrias donde aparece nuestra verdadera esencia. No es que sea tan terrible, salvo por las pobres vacas, pero es un poquitín patético. Cansa constatar que la chilenidad está tan promiscuamente entrelazada con el acto de fingir. Aburre encontrar tantos argumentos para confirmar que somos una cosa pero, incansablemente, intentamos parecer ser otra.

¿Tendrá mucho que ver el complejo de haber sido Capitanía General en vez de Virreinato? ¿O la distancia geográfica? Como sea, el adulto, para crecer, debe dejar de culpar a su origen y a su pasado. Chile, por lo que podemos ver cada Septiembre, parece que sigue pegado en sus 18. Tikitikití.

Por Rodrigo Guendelman

www.guendelman.cl