La pena ante la destrucción del patrimonio puede llevar a reaccionar de dos formas: aceptar pasiva y melancólicamente la realidad que ocurre ante nuestros ojos o hacer algo: desde quejarse públicamente hasta buscar apoyo ciudadano, desde protestar con una pancarta en la calle hasta generar una comunidad opinante y molesta que levante su voz, sea cual sea el resultado.

Después de llevar meses siendo testigo presencial del atentado a la historia y la cultura que se ha hecho en cinco estaciones de la línea 1 del metro, decidí acabar con mi complicidad silenciosa y publiqué una columna en el sitio Plataforma Urbana. En ese medio, cuyo objetivo es difundir temas de ciudad, propusimos hace dos semanas el hashtag #salvemoslosmosaicos (para los que no son usuarios de Twitter, les cuento que hashtag se refiere a una palabra o frase precedida del símbolo #, que permite buscar todo lo que se ha escrito al respecto en esa red social) para profundizar lo que ya habían adelantado arquitectos como Sebastián Gray y otros especialistas al respecto.

La idea era que, usando las redes sociales, la empresa responsable de la decisión tuviera conciencia de que había un numeroso y molesto grupo de personas y que, presión mediante, eso ayudara a detener el retiro de los mosaicos vítreos y revestimientos cerámicos diseñados en la década setenta. Los mismos que, hasta hace meses, fueron un elegante y precioso clásico de estaciones como Alcántara o Manuel Montt y que hoy se encuentran reemplazados por materiales que hacen que estas estaciones parezcan una especie de cocina o baño, sin gracia, sin sentido, sin el más mínimo respeto por la historia.

El asunto es que el hashtag prendió, los medios tradicionales recogieron la inquietud y, finalmente, Metro comunicó que no se harían más “remodelaciones” en otras estaciones. Podría parecer un pequeño éxito ciudadano. Pero, la verdad, no lo es porque llegó tarde y después de que miles de valiosas piezas de arte urbano fueran destruidas. Lo que lleva a dos conclusiones. Una es práctica: hay que estar mucho más atentos a la amenaza constante de nuestra riqueza estética, al riesgo que corren los bienes culturales que el tiempo nos ha heredado y que son nuestros, de todos, no del Metro ni de los habitantes de Castro (sí, Castro también es mío aunque viva en Santiago, y el patrimonio de ese lugar nos pertenece a todos los chilenos).

La otra es estructural: cuanto más rotos con plata nos ponemos en Chile, cuanto más valor le damos a lo nuevo, a lo desechable, a lo de afuera, a lo que brilla pero que claramente no es oro, cuanto más importa el centro comercial recién inaugurado y menos el maravilloso Cementerio General que se está cayendo a pedazos sin que nadie invierta un peso en restaurar ese pedazo de Santiago que representa mejor que nada a Chile y a su historia y a su gente, cuanto menos importancia le damos a lo que hemos recibido de nuestros antepasados y calificamos de viejo lo antiguo y de clásico a un lugar que apenas tiene veinte años (lean la columna  “El Liguria, origen de una impostura patrimonial paraestatal” de Sebastián Sepúlveda), más nos condenamos a ser un pueblo que jamás podrá alcanzar el verdadero desarrollo.

Y, de paso, matamos la gallina de los huevos de oro. ¿Se han preguntado porqué Buenos Aires es una ciudad reconocida a nivel mundial por su belleza y elegancia? Porque se preserva, se restaura, se respeta el pasado glorioso. Y eso trae turismo y el turismo trae divisas y las divisas traen crecimiento. Algo que en Castro están dispuestos a hipotecar para tener el mall más prepotente de todos los tiempos. Algo que en Santiago hemos dañado cada vez que dejamos que se demuela un lugar de nuestra historia, como pasó con el Palacio Undurraga (Alameda con Estado), el Palacio Concha Cazotte (varias cuadras del actual barrio Concha y Toro) o los mosaicos del Metro.

Hay que reconocer que hoy la ciudad es más importante para sus habitantes y que a los alcaldes se les ha dificultado hacer y deshacer, pues la gente está más empoderada. Pero mi sensación es que nuestra preocupación aún se limita a la calle en la que vivimos, a la plaza de al lado o al barrio donde nos movemos. Es un principio, pero no basta. Nos tiene que importar la comuna, la ciudad, el país. Nos tiene que doler que se destruyan nuestros edificios, nuestros parques, nuestra urbe. Y tenemos que meternos en la cabeza que esto nos pertenece, que lo heredamos y que nos corresponde cuidarlo para los que vengan después. Por eso, salvemos los mosaicos para salvarnos a nosotros mismos. Así de importante. Así de profundo.

Por Rodrigo Guendelman

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