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rodrigo guendelman sin señora

Siempre hay una primera vez. Y me tocó hace unos días. Mi mujer se fue de viaje con un grupo de amigas y quedé a cargo del buque. Una embarcación que consta de una niñita de cuatro años, un niñito de un año, una casa con jardín y un gato.  Confieso que estaba bastante asustado, pues nunca me había tenido que encargar de la familia sin tener a mi señora al lado. Y considerando que soy -y siempre he sido- el copiloto, no era tan simple tomar el timón y navegar.

Había que estar pendiente de los remedios, las comidas especiales para la prole con alergia a la proteína de la leche de vaca, las flores de Bach para que duerman bien (les juro que resulta, y se los dice un escéptico de toda la parafernalia esotérica), la libreta de comunicaciones del jardín infantil que todos los días encargaba otra cosa para la graduación del fin de semana (aprendí lo que son las zapatillas chicle y hasta compré un par en el caracol Vip,s, ese que de vip no tiene nada), la mochila, la lonchera, los pañales, el cuento infantil de todas las noches, sin el cual mi hija no puede dormirse, y todo eso que quienes tienen hijos chicos conocen perfectamente.

¿La verdad? Fue un poco cansador, pero más simple de lo que pensaba. En cambio, lo que me costó de verdad fue algo que ni imaginaba. Sé que voy a sonar mamón en extremo y que más de alguien pensará que estoy tratando de ganarme un poroto con esta columna, pero no, de verdad que no.

Lo que me pasó fue que me costó estar una semana sin mi mujer. Los días se me hicieron largos, me bajó una especie de melancolía permanente y hubo momentos en los que me sentí directamente deprimido. Me sorprendí. No me imaginaba que alguien que vivió solo 10 años de intensa soltería, que se casó mayorcito y que fue papá viejo, podía enfrentar este tipo de sentimientos.

Pero también me ayudó a entender varias cosas. Por ejemplo, y aunque las circunstancias son extremadamente diferentes, pude ponerme en la piel de un macho separado. Pude empatizar con esa soledad que sienten los hombres cuando los hechos los llevan a tener que abandonar su casa, su mujer y, en parte, su familia (y eso que yo estaba en mi casa y con mis hijos). Pude comprender que, por buenos que sean tus amigos (tengo la suerte de contar con unos cuantos de extraordinaria calidad), en esta etapa de la vida estamos demasiado ocupados como para poder entregar esa contención que sí nos dábamos cuando éramos solteros.

Y, especialmente, me cayó una teja gigante. Para los hombres, para estos cada vez más vulnerables seres humanos de sexo masculino, nuestras mujeres son de importancia estructural. ¿Por qué? Porque son nuestro transatlántico afectivo. Amigas, amantes, madres, socias, asesoras, terapeutas. Todos esos roles y muchos más están depositados en nuestra compañera de cama y de vida.

Sí, yo sé que lo sabía, que lo había leído, que lo sentía, pero reconozco que la distancia -apenas siete días- bastaron para darme cuenta de que era tal como lo veía y lo intuía, claro que multiplicado por cien.

Es probable que a ellas les pase algo parecido en circunstancias similares, pero apuesto a que no son tan dependientes como nosotros. Por una razón obvia. Las mujeres extienden lazos afectivos en todas partes.  Con sus madres, con sus hermanas, con sus amigas, con sus suegras, con sus cuñadas, con la peluquera, con la masajista, con la profesora de pilates, con la señora del kiosco, con la nana, con la jefa, con la subalterna, con las compañeras de pega. Hablan, cuentan, lloran, pelan, escuchan, acogen, interpretan, procesan y aconsejan.

Nosotros, en cambio, educados para conseguir metas y “darle no más”, generamos relaciones mucho más precarias, superficiales, pasajeras y guardamos la intimidad para la casa. Es curioso, pero el hombre chileno se parece mucho más que la mujer chilena al habitante promedio de este país: desconfiado, de pocos amigos, individualista, tímido y… mamón. ¿Cómo no vamos a ser mamones si únicamente nos entregamos a nuestra mamá y después a nuestra señora?

No sé si está bien o mal, y tampoco creo que el tema vaya por ese lado. Lo que sí me queda claro, y especialmente después de esta semanita en que fui viudo de primavera, es que a la señora de uno hay que cuidarla. Como hueso santo.

Por Rodrigo Guendelman

www.guendelman.cl